lunes, 26 de septiembre de 2011


El verano de mis 16 lo pasé currando. Me levantaba a las 6:00 y antes de las 14:00 ya me había recorrido todos los supermercados de la zona. A mi paso, una estela de yogures perfectamente colocados. El trabajo lo realizaba en pareja, con una amiga de mi madre que llevaba unos años en la empresa. Íbamos en su coche, donde me torturaba con un irritante gusto “musical” a todo volumen. La única solución era  arrastrarse por el asiento y dejarme escurrir hasta que mi cabeza no se viese a través de la ventanilla -¿no era suficiente castigo desear que comenzasen las clases para poder, al fin, levantarme a las 7:00?-
Todo se podía soportar, todo excepto hablar con los compañeros. Me imaginaba que los habían reclutado a las afueras, con un sello en la frente indicando que todos ellos tenían la enseñanza media y estaban dispuestos a defender su puesto como si de un alto cargo se tratase. Entre el frío de los frigoríficos y la zafiedad estaba rodeada, así que para matar el tiempo me dedicaba a dos cosas:
a determinar el carácter de la gente según los yogures que compraban (por ejemplo, los que religiosamente acudían cada día a por unos naturales con fibra, también conocidos como “estreñidos”, o los que esperaban a que yo terminase para coger los que más atrás estaban, causando caos en las neveras, a.k.a. “toca huevos”); la segunda de mis ocupaciones era la de robar imanes. Venían en las tapas y para saber qué letra te tocaba solo tenías que retirar un poco una pegatina. No tenía muchos días libres, pero las tardes las podía dedicar a lo que quisiese. Harta de la playa, decidí ir con un amigo a Santiago. Tropezamos con una tienda de discos y como sabía que lo que iba a hacer no se repetiría en mucho tiempo, entramos. Quién sabe si influenciada por un trabajo por el que apenas me pagaban,  compañeros grises en alma y cuerpo, el grunge y la rabia noventera se apoderaron de mí. Elegí 2 cd’s de todo el montón: Dirty, de Sonic Youth (con todas esas fotos de adorables y lanudos muñequitos en el interior del libreto) y el Screaming Life/Fopp de Soundgarden (no sé si para recordarme que hubo un tiempo en el que Chris Cornell era el prototipo de hombre sexy y melancólico).
Al día siguiente, de nuevo los yogures.
Eso si, con la banda  sonora más taciturna que hubiesen podido llegar a desear nunca.